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No Somos Gauchos

Cada uno de los 45 millones de argentinos recibe en su mesa todos los días algo que algún productor generó en algún lugar del país. Además, la agricultura abastece a través de nuestras exportaciones a varios cientos de millones de habitantes en el mundo, ya sean productos de consumo directo (frutas, verduras, carnes, aceites comestibles, biocombustibles, vinos, legumbres), o de consumo indirecto (es decir, proteína vegetal para consumo animal, que se transformará en proteína animal -carne, leche, huevos-) en todos los rincones del planeta.

Parece increíble que un sector tan relevante, estratégico y tradicional no sea percibido como tal por la sociedad, y entiendo que es absolutamente nuestra responsabilidad y no la del consumidor.

Aunque nos dediquemos a la agricultura, no necesariamente somos buenos jinetes, no necesariamente recitamos el Martín Fierro, tocamos la guitarra y bailamos la zamba. Tampoco somos diestros con el lazo, zapateamos el malambo o vestimos bombachas, botas y sombrero de ala ancha. Esa versión gauchesca, mezcla de Cocodrilo Dundee con Patoruzú con la que tantas veces nos identifican los ciudadanos urbanos, no es real.

Es importante destacar que, a diferencia de la mayoría de las actividades económicas, los productores agropecuarios competimos mano a mano con el resto de los productores del mundo. Nuestro competidor no es necesariamente nuestro vecino u otro productor de la región, nuestros competidores están diseminados por el mundo, haciendo lo mismo que nosotros y peleando por los mismos mercados. La gran diferencia es que ellos tienen previsibilidad, políticas gubernamentales de largo plazo y, a menudo, subsidios de ese gobierno. En cambio, la agricultura argentina carece de esas medidas de apoyo y, paradójicamente, acaba subvencionando al Estado.

De nuestras 37.4 millones de hectáreas en producción agrícola (no incluyendo la ganadería), el Estado argentino reclama la producción total del 20,5% de la superficie sembrada. Para sobrevivir a esta competencia, los productores de hoy deben manejar tecnologías de punta, genética animal y vegetal de última generación, estrategias específicas de manejo de suelo y agua, georreferenciación satelital, agricultura de precisión, inseminación artificial, trasplante de embriones, riego, maquinaria cada vez más sofisticada, entre otras cosas

Además, profesionales de distintas disciplinas se involucran día a día en los procesos de producción y transformación, buscando cada vez mayor eficiencia. Este esfuerzo explica por qué, en un país diezmado productiva y económicamente por recurrentes e interminables crisis, el sector agropecuario argentino sigue siendo uno de los más competitivos del planeta, ocupando el cuarto lugar a nivel mundial, detrás de China, Estados Unidos y Brasil.

La noción generalizada de que el campo es un simple proveedor de productos agrícolas que provienen de un generoso regalo de la naturaleza, sin reconocer las miles de horas de investigación, trabajo, capital y riesgo que tiene nuestra actividad, es una grave distorsión de la sociedad. La vaca no nos da la leche, la oveja su lana, la abeja su miel, los pájaros sus huevos o las plantas sus frutos. Cada día miles de productores lo hacen posible, con tecnologías cada vez más sofisticadas. Al igual que en la medicina y la informática, somos una referencia mundial. Sin embargo, esto no es ampliamente reconocido por la sociedad.

Creo que hay un paradigma folclórico que ha generado un desencuentro entre el campo y la ciudad, y tiene sus raíces en la Revolución Industrial, cuando la migración a las ciudades era vista como un ascenso social. La electricidad, la educación, los servicios sanitarios, el entretenimiento y las nuevas oportunidades crearon un habitante urbano que se consideraba conceptualmente superior al habitante rural. Esta percepción errónea, por desgracia, ha perdurado durante más de dos siglos.

El desarrollo urbano sigue siendo priorizado sobre el rural, dejando al campo sin acceso a servicios esenciales como una educación de calidad, salud, energía y conectividad. Existe una lógica política perversa detrás de esta realidad, ya que la concentración urbana también significa una concentración de votantes, lo que relega la importancia de una escuela en un remoto rincón rural. 

Sin embargo, las tradiciones culturales de cada nación siguen estando mucho más arraigadas en las zonas rurales. Esta subestimación del habitante rural y de su acervo cultural ha generado a una concepción errónea del sector agropecuario, percibiéndolo como un simple recolector de la generosidad de la naturaleza, casi sin esfuerzo, según la perspectiva urbana.

Este malentendido es un problema de ignorancia sobre de la actividad agropecuaria y sus actores. El único antídoto es la educación y la comunicación. Quienes hemos dedicado nuestra vida a la agricultura no hemos sabido comunicar correctamente nuestro mensaje a la sociedad ni a los responsables de tomar decisiones en los gobiernos, que, lamentablemente, tampoco entienden la situación.

Este artículo es un intento más por generar reflexión sobre esta problemática, con la esperanza de que las nuevas generaciones logren reposicionar nuestro sector en la sociedad. La llamada a la acción es clara: mejorar la comunicación, educar y revalorizar el rol fundamental del campo en nuestras vidas.

Daniel Tardito, profesor de la Facultad de Ciencias Agrarias de la Universidad de Belgrano, Argentina y director de la consultora Daniel Tardito y Asociados

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